¿Le hace pensar en sus inicios?

Yo empecé muy tarde, con 24 años, como el que va al gimnasio a aprender. Tuve un gran profesor, para mí el mejor en aquel momento, José Rabuñal Couto, del Shiai. Y tuve la suerte de que había una gran cantidad de compañeros en ese momento practicando judo, como Victorino González, que era internacional, y otros que eran muy buenos. Me ayudaron muchísimo. Fui progresando y despuntando. Fui a mi primer Campeonato de España y quedé tercero. Después fui a otro y segundo. Y al tercero, ya campeón. Y durante diez años seguidos fui campeón de España. Luego me llamaron para empezar a ir a las competiciones internacionales, era el número uno del ranking europeo, el dos del mundo... y cuando me vi en unos Juegos Paralímpicos, no me lo creía. Y ya verme en una final...

¿Había hecho deporte antes de la llegada al judo?

Mi primer deporte fue la natación. Fui campeón gallego. También hice buceo y fútbol, pero fue cuando empecé a perder visión. Lo dejé todo, pero entre que tenía el gimnasio al lado de casa y que una persona de la ONCE me dijo que el mejor deporte para las personas con discapacidad visual era el judo por su condición quinestésica, entré. Y me lo tomé tan a pecho que cuando me di cuenta me vi en campeonatos internacionales. Y después me fui a la Blume, a Madrid, que veía mi casa en postalillas. Entrenaba cinco horas diarias. Cómo no me van a dar satisfacción los reconocimientos después de todo lo que he pasado.

¿Su problema es degenerativo?

Sí, empecé a perder vista a partir de los 18, con 16 y 15 dioptrías en cada ojo. Y después en un entrenamiento de judo tuve un desprendimiento de retina y me quedé ciego de un ojo. Aún me queda el otro, pero con bastantes problemas añadidos que van intentando subsanar.

¿En algún momento llegó a pensar que tendría que dejar el deporte?

Llegué a pensarlo, pero por suerte encontré el judo muy pronto y fui aprendiendo muy deprisa. Como yo soy muy curioso, fui investigando. Ahora soy yo el que enseño la metodología de cómo entrenar a ciegos y discapacitados visuales.

¿El judo fue una salvación?

Sí. Me descubrió que si me lo proponía podía hacer todas las cosas, que no hay que ponerse barreras. Siempre tuve una mentalidad competitiva y de superarme. Hubo personas que me decían que no valía, tengo escuchado de todo. Desde el que me llamaba chosco a los que decían que no tenía nivel.

¿De quién se acordará y a quién dará las gracias cuando recoja el premio en la Gala?

Primero al jurado y al periódico LA OPINIÓN, claro. Pero desde el principio si tengo este gran historial fue gracias a mi maestro. Y también a un gran amigo que me ayudó muchísimo como Victorino González, que me enseñó lo que es la competición, el sacrificio e incluso a correr, que me decía que si no me tiraba del pecho era que no lo estaba haciendo bien y al final nadie quería correr conmigo porque les pulía a todos. Como a Victorino, me acordaré de toda ese gente del Shiai de los que me rodeé. Y después también agradezco a la Federación Gallega de Judo, que siempre ha estado a mi lado y siempre que necesité algo me lo dio. Es la única de España que tiene un profesor que da esta metodología para enseñar a ciegos.

Esa metodología no existía cuando entró por primera vez en el gimnasio. ¿Cómo le enseñaron a usted?

Mi maestro, cuando entré por la puerta, dijo “madre mía, a ver qué sale de aquí”. Claro, para él era nuevo. Cuando el rey me dio la medalla, se lo recordé. Y él se emocionaba pensando en lo que había evolucionado. Yo le dije que había sido gracias a él y me contestó que no le debía nada, que con tal de que yo estuviera contento, eso le llenaba de satisfacción. Y eso es lo que recordaré de él para toda la vida.

¿Y qué recuerda de la final en los Juegos de Atlanta?

Estaba yo en la Villa Olímpica y se me acercó el seleccionador. Y me dijo “¡Gallego —me llamaban así—, te tocó un sorteo que madre mía!” Me había tocado Japón para empezar, contra el que había sido campeón paralímpico en Barcelona 1992. Así que pensé que tenía que hacer todo lo posible porque había entrenado mucho y que a unos Juegos no se pueden ir todos los años. El primer combate fue duro y conseguir el golpe cuando quedaba solo un minuto. Con Corea, nada más salir, una piña. Después me tocó con Francia. A los dos minutos nos fuimos al suelo, a mí me gusta mucho el trabajo en el suelo, al ciego normalmente le encanta porque hay mucho contacto, y conseguí un estrangulamiento. Y en semifinales me crucé con Rusia. Fue apoteósico. Nos conocíamos de un Europeo y sabía su trabajo. Él me quería jugar a la contra así que le esperé y le pegué un chepazo. En la final, contra Brasil, iba ganando de wazari y faltando un minuto y medio, me entró y me ganó, no hay más vueltas que darle.

¿Le quedó la espina del oro o con el tiempo valoró mucho más esa medalla de plata?

Tuve el oro a un paso. Pero cuando pasó el tiempo pensé que en la final habíamos estado los mejores. Y había que valorar la plata y el camino, todo lo que había luchado para llegar allí, los sacrificios.

Ahora se dedica a la enseñanza, ¿qué le llena más?

Es diferente. Lo competitivo... es una historia aparte. La competición me llenó en su tiempo. La enseñanza me llena ahora. Me gusta más enseñar a los pequeños, aprendes muchísimo de ellos y te tienes que adaptar, haciendo cuchipanda y siendo chistoso. Siempre les digo que soy el mejor profesor del mundo, que les voy a hacer invencibles, que si se portan bien me los llevo de excursión a China y que les voy a enseñar llaves secretas. Y claro, alucinan. Pero también hay que ponerse serio porque el respeto y la educación empiezan desde la base. Pero es maravillosa esa alegría que contagian cuando pasan de cinturón o cuando ganan sus medallas en el Miguelito... a mí me llena de felicidad.