El deporte, de la complicidad y la cobardía a la valentía ante los tanques de Moscú
GUERRA EN UCRANIA
La respuesta de las organizaciones por la invasión de Ucrania no es comparable a la que tuvieron ante la URSS por la represión en Budapest o la Primavera de Praga, en plena Guerra Fría
Vladimir Putin no es Nikita Kruschev, ni Rusia es la URSS, ni el equilibrio internacional está, hoy, sostenido por las equidistancias que imponían los puntos cardinales de la Guerra Fría. La respuesta mundial en forma de sanciones, unánime salvo la de regímenes estigmatizados en el tablero de las relaciones internacionales, como Siria, Cuba o la Venezuela de Maduro, con China en el papel de amante calculadora, un te quiero pero no vivo contigo, lo demuestran. El deporte, la continuación de la guerra por otros medios si adaptamos la máxima de Clausewitz, es una de las actividades con más visibilidad en las que se materializa. No siempre fue así. Cuando Putin era Kruschev o Brezhnev, la vieja URSS alcanzó la cima del deporte pese a llevar los tanques que ahora cercan Odesa o Kiev hasta Budapest, Praga o Kabul.
A pesar de las diferencias históricas, para Putin existe un paralelismo político y emocional entre la actual invasión de Ucrania y las de Hungría, en 1956; Checoslovaquia, en 1968, y Afganistán, en 1979. Las dos primeras en años olímpicos; la tercera, en preolímpico. Si ahora pretende bloquear la expansión de la OTAN hasta su frontera, con la excusa de proteger a la población rusa del Donbas, la entrada de los T-34 en Budapest o Praga tenía como objetivo sofocar los movimientos de aperturismo político. En todos los casos, la occidentalización. Con respecto a Afganistán, la razón esgrimida fue aplastar al creciente islamismo, otra forma de amenaza para el ecosistema soviético, pero del otro lado del planeta. En realidad, Ucrania padece el cierre no cicatrizado de la caída de la URSS, de la que Putin es un eslabón perdido pero muy poderoso.
La URSS, epicentro y motor del bloque comunista, no sufrió condenas comparables a las actuales ni siquiera en occidente. El deporte tampoco sacó jamás a los soviéticos de las competiciones, aunque los boicots de algunos países crecieron desde la tibieza de 1956 al más duro en 1980. Para los deportistas afectados, en cambio, fue un calvario, por represión o instrumentalización.
PRIMER BOICOT, CON SUIZA Y ESPAÑA
En 1956, Kruschev procedió a la desmembración del estalinismo, cuatro años después de la muerte del 'Padrecito' Josef Stalin, en el vigésimo congreso del Partido Comunista de la URSS. El movimiento creó falsas esperanzas en algunos países satélites, el más significativo Hungría, con movilizaciones y revueltas ciudadanas. La URSS envió 15 divisiones y más de 6.000 tanques. La represión se saldó con 40.000 detenidos y 150.000 exiliados. El primer ministro Imre Nagy no hizo como el heroico Volodimir Zelenski. Huyó para refugiarse en la embajada de Yugoslavia, de donde salió para irse deportado a Rumanía. En ambos casos, países comunistas. Hungría volvió a la disciplina de la URSS, bajo un gobierno títere, y Nagy fue ejecutado dos años después.
La represión se produjo en octubre y los Juegos Olímpicos de Melbourne se iniciaban en noviembre, justo un mes después. En un mundo convulso y todavía colonial, con guerra en el Canal de Suez y Francia enfrentada a una dura represión en Argelia, no hubo sanciones a la URSS, pero sí un boicot político iniciático a la cita por la participación soviética, para el que Suiza abandonó en lo deportivo su neutralidad, curiosamente como ahora, y que secundaron Holanda y la España franquista. Como consecuencia, perdió su gran oportunidad el gimnasta Joaquín Blume. Ganó el concurso general el soviético Viktor Chukarin. Un año después, Blume dominó en los Europeos a los especialistas de la URSS, pero meses después, un accidente de avión acabó con su vida y le impidió llegar a la siguiente cita olímpica, en Roma.
Vladimir Putin no es Nikita Kruschev, ni Rusia es la URSS, ni el equilibrio internacional está, hoy, sostenido por las equidistancias que imponían los puntos cardinales de la Guerra Fría. La respuesta mundial en forma de sanciones, unánime salvo la de regímenes estigmatizados en el tablero de las relaciones internacionales, como Siria, Cuba o la Venezuela de Maduro, con China en el papel de amante calculadora, un te quiero pero no vivo contigo, lo demuestran. El deporte, la continuación de la guerra por otros medios si adaptamos la máxima de Clausewitz, es una de las actividades con más visibilidad en las que se materializa. No siempre fue así. Cuando Putin era Kruschev o Brezhnev, la vieja URSS alcanzó la cima del deporte pese a llevar los tanques que ahora cercan Odesa o Kiev hasta Budapest, Praga o Kabul.
A pesar de las diferencias históricas, para Putin existe un paralelismo político y emocional entre la actual invasión de Ucrania y las de Hungría, en 1956; Checoslovaquia, en 1968, y Afganistán, en 1979. Las dos primeras en años olímpicos; la tercera, en preolímpico. Si ahora pretende bloquear la expansión de la OTAN hasta su frontera, con la excusa de proteger a la población rusa del Donbas, la entrada de los T-34 en Budapest o Praga tenía como objetivo sofocar los movimientos de aperturismo político. En todos los casos, la occidentalización. Con respecto a Afganistán, la razón esgrimida fue aplastar al creciente islamismo, otra forma de amenaza para el ecosistema soviético, pero del otro lado del planeta. En realidad, Ucrania padece el cierre no cicatrizado de la caída de la URSS, de la que Putin es un eslabón perdido pero muy poderoso.
La URSS, epicentro y motor del bloque comunista, no sufrió condenas comparables a las actuales ni siquiera en occidente. El deporte tampoco sacó jamás a los soviéticos de las competiciones, aunque los boicots de algunos países crecieron desde la tibieza de 1956 al más duro en 1980. Para los deportistas afectados, en cambio, fue un calvario, por represión o instrumentalización.
PRIMER BOICOT, CON SUIZA Y ESPAÑA
En 1956, Kruschev procedió a la desmembración del estalinismo, cuatro años después de la muerte del 'Padrecito' Josef Stalin, en el vigésimo congreso del Partido Comunista de la URSS. El movimiento creó falsas esperanzas en algunos países satélites, el más significativo Hungría, con movilizaciones y revueltas ciudadanas. La URSS envió 15 divisiones y más de 6.000 tanques. La represión se saldó con 40.000 detenidos y 150.000 exiliados. El primer ministro Imre Nagy no hizo como el heroico Volodimir Zelenski. Huyó para refugiarse en la embajada de Yugoslavia, de donde salió para irse deportado a Rumanía. En ambos casos, países comunistas. Hungría volvió a la disciplina de la URSS, bajo un gobierno títere, y Nagy fue ejecutado dos años después.
La represión se produjo en octubre y los Juegos Olímpicos de Melbourne se iniciaban en noviembre, justo un mes después. En un mundo convulso y todavía colonial, con guerra en el Canal de Suez y Francia enfrentada a una dura represión en Argelia, no hubo sanciones a la URSS, pero sí un boicot político iniciático a la cita por la participación soviética, para el que Suiza abandonó en lo deportivo su neutralidad, curiosamente como ahora, y que secundaron Holanda y la España franquista. Como consecuencia, perdió su gran oportunidad el gimnasta Joaquín Blume. Ganó el concurso general el soviético Viktor Chukarin. Un año después, Blume dominó en los Europeos a los especialistas de la URSS, pero meses después, un accidente de avión acabó con su vida y le impidió llegar a la siguiente cita olímpica, en Roma.
EL "BAÑO SANGRIENTO" QUE INSPIRÓ A TARANTINO
La tensión generada por la represión en Hungría se escenificó en un partido de waterpolo entre los magiares, que se encontraban ya en Australia concentrados durante las represiones, y los soviéticos. La prensa lo bautizó como el "baño sangriento". El húngaro Ervin Zador abandonó la piscina sangrando y proclamó: "Jugábamos por todo nuestro país". Alcanzaron la final, en la que vencieron a Yugoslavia. Quentin Tarantino produjo un documental sobre ese partido al que llamó 'Freedoms's Fury', la Furia de la Libertad.
Buena parte de aquellos jugadores no regresaron a su país y pidieron asilo. Ya lo habían hecho con anterioridad futbolistas húngaros encuadrados en el equipo Hungaria, dirigidos por Fernando Daucik. Ladislao Kubala era uno sus líderes que acabó en el Barcelona para definir una era en el club azulgrana. La represión de 1956, años después, propició la huida de la siguiente y mejor generación de jugadores. De hecho, la selección húngara había ganado la final olímpica de 1952, en Helsinki, y había disputado la del Mundial de Suiza, en 1954. Entre una y otra final, se impusieron a Inglaterra en Wembley (3-6), en el conocido como "partido del siglo".
PUSKAS, ENTRE LOS EXILIADOS
La mayoría de sus jugadores pertenecían al Honved de Budapest, que se encontraba en el extranjero en el momento de la entrada de los tanques en la capital. Muchos de sus futbolistas no volvieron, otros se quedarían en Sudamérica durante una gira, un año después. La FIFA, al contrario que ahora, los sancionó con dos años de suspensión que finalmente se redujeron a uno. Muchos recalaron en España. Puskas lo hizo en el Real Madrid, mientras Czibor y Kocsis irían al Barcelona. Hubo muchas más, como Kuzman (Betis), Szalay (Sevilla) o Szolnok (Español).
La Primavera de Praga se extendió desde enero a agosto de 1968, cuando la entrada de los tanques de las URSS y otros aliados del Pacto de Varsovia abortaron las reformas de Alexandre Dubcek, secuestrado por la KGB y conducido a Moscú, donde se le hizo entrar en razón. Los Juegos de México se iniciaron en octubre, marcados políticamente no sólo por los movimientos en Checoslovaquia, sino también por el Mayo Francés o la eclosión del movimiento 'hippy' y las protestas contra la guerra de Vietnam. La propia plaza de las Tres Culturas, en la capital azteca, fue escenario de una dura represión contra estudiantes antes de las competiciones. En la pista, llegaría otro fenómeno, el 'Black Power'.
LA GIMNASTA DE ORO HUYE AL BOSQUE
En medio de un año convertido en una erupción de las reivindicaciones, la represión de Praga tuvo menos consecuencias deportivas que la de Budapest, 12 años atrás, pero la sufrieron especialmente los deportistas checos. Vera Caslavaska, que había ganado el concurso completo en 1964, en Tokio, tuvo que huir a los bosques de Moravia tras la invasión. Era una de las firmantes del Manifiesto de las Dos Mil Palabras que apoyaba las reformas. Sólo pudo salir de su escondite poco antes de viajar a México, donde volvió a ganar y contrajo matrimonio. A su regreso, regaló una de sus medallas a Dubcek pero fue declarada 'persona non grata'. Su figura no fue reivindicada hasta la Revolución de Terciopelo de Vaclav Havel, en 1989. Al ostracismo fue condenado, asimismo, Emil Zatopek, uno de los mejores atletas de la historia. Expulsado del Ejército y del Partido Comunista, acabó como barrendero.
El conflicto de Afganistán, a partir de 1979, se produjo ya en un contexto distinto, con una URSS que iniciaba su declive en los años 80, metida en una guerra que fue para los soviéticos su Vietnam. Los Juegos de Moscú, en el primero año de la década, padecieron, esta vez sí, un boicot propiciado por la administración Carter y secundado por la mayoría de potencias occidentales. Estados Unidos no envió atletas, mientras que otros países, entre ellos España, se limitaron al boicot diplomático y permitieron competir a sus deportistas sin bandera. Las organizaciones deportivas, sin embargo, tampoco dictaron sanciones como en la actualidad, con un español, Juan Antonio Samaranch, que llegaba a la cúpula del deporte. El futuro iba a ser muy distinto. Caído el Muro y el Telón de Acero, es más fácil ser valiente
PERIODICO EL MUNDO (ESPAÑA)